«Niño, ¿pero qué haces?»
Hoy estaba haciendo la compra semanal centrada en no dejarme nada cuando pasaba por cada sección. Al llegar a la zona de frutería he elegido el peso que menos cola tenía. Mientras esperaba, un señor estaba pesando sus productos acompañado de su hijo. El niño de unos 5 añitos lo observaba con atención: ponía la bolsa, miraba la pantalla, elegía una de las dos, (frutas u hortalizas) y después buscaba el producto. Así lo hizo hasta con cinco bolsas (que yo conté porque esperar desespera).
Al terminar, el padre cogió los productos y los llevó al carro, que estaba un poco más apartado, sin prestar atención a su hijo. Cuando los colocó, buscó al niño y se dio cuenta de que estaba retrasando la cola de gente que había en el peso; este miraba todo concentrado la pantalla del mismo, intentando encontrar el botón de la bolsita que había depositado encima.
Algo que no iba a suceder, ya que la bolsa depositada contenía gusanitos, que seguramente su padre le había cogido de la sección de chuches, y el niño tan ilusionado la llevaba en la mano. Al percatarse de lo que estaba haciendo su hijo le espetó: “niño ¿pero qué haces? Eres tonto, ¿no sabes que eso no se pesa?”. El pequeño cogió su bolsita, miró hacia abajo, luego a su alrededor, la puso con el resto de la compra, y se agarró al carro. Su padre mostró una sonrisa y se sintió contento por haber corregido a su hijo y haber solucionado una situación tan crítica.
En este caso analicemos lo que hicieron ambos; el niño, observó al padre e imitó su conducta, puso la bolsita, buscó la pantalla…. ¿Qué hizo el padre? Le reprendió delante de los demás, le llamó tonto y obvió que un niño de cinco años tiene que saber hacer la compra.
Situaciones como esta ocurren todos los días y en todos los contextos, los padres (yo soy madre de dos) esperamos que nuestros hijos se comporten adecuadamente en todas las situaciones y no paramos de corregirlos. Pero una cosa es corregirlos adecuadamente (mostrarles el camino), y otra, es decir lo primero que se nos venga a la cabeza, ya sea porque nos salga de dentro, porque estemos cansados o hayamos tenido un mal día.
La autoestima en los niños
Un niño siempre aprende a través del ejemplo de sus padres y ve en sí mismo el reflejo que sus padres le devuelven de él. Los niños van probando las cosas y, a través de las consecuencias que tienen, van sabiendo si son correctas o no. Un niño hace lo que se espera de él. Si le dices que es tonto, creerá que lo es y no se verá capacitado para hacer determinadas cosas: Si tu padre ya te ha dicho que lo eres para qué probar otra vez y fracasar. Mejor no hacerlo y así no fracasas. Seguramente el niño no volverá a hacerlo más, será entonces cuando el padre diga que el niño es muy tímido y el niño pensará que lo es.
Estos mensajes a los que no damos importancia van dejando un aprendizaje en el niño y, a través de ellos, el pequeño va construyendo su autoestima, es decir, la valoración que tiene de sí mismo. Un niño de cinco años ya tiene suficientes datos como para saber quién es. Estos datos le vienen de lo que los demás le dicen cuando están con él.
Quizá algunas personas al leer esto piensen que no es para tanto, que toda la vida hemos actuado así y no ha pasado nada (lo cual es bastante preocupante). Los más sensibles pueden plantearse que realmente nadie nos ha enseñado como hablar a nuestros hijos de manera que crezcan con una autoestima sana y fuerte. Por fortuna la autoestima es cambiante y dependiente de los acontecimientos que ocurran alrededor del niño, así como de la manera en la que este los interpreta a través de lo que le digan los mayores.
Los mayores podemos aprender y a su vez enseñar a los pequeños. Pero nuestro tiempo es limitado, ya que las bases de la autoestima se asientan en la infancia.
Nuestra tarea es fundamental e importantísima; tenemos la capacidad y la obligación (si me apuras) de hacer que los niños se sientan queridos, valorados y competentes. Esto es un elemento básico en la construcción de la felicidad. Si no cuesta nada ¿por qué no hacerlo?